Está el dato histórico: la quema de un ataúd (o mejor dicho su intento, porque no llegó a prender del todo). Y está el mito: la creencia de que ese episodio influyó en el electorado, al punto de inclinar la elección hacia el radicalismo. Como si Herminio Iglesias, encendedor en mano, hubiera sido el responsable del incendio del peronismo el 30 de otubre de 1983. No fue lo que sucedió, por más que el imaginario nacional diga lo contrario. Lo que se instaló fue un relato de doble efecto: bajarle el precio al arrollador triunfo de Raúl Alfonsín y encontrar en Iglesias el chivo expiatorio para una derrota que obedeció a razones mucho más profundas.
Primero, la anécdota. El viernes 28 de octubre, dos días antes de la elección, el PJ movilizó alrededor de un millón de personas en la porteñísima avenida 9 de Julio. Similar cantidad había convocado el acto de la UCR, también al amparo del Obelisco. Mientras hablaba Italo Luder -candidato desangelado si los hubo-, entre la multitud circulaba un ataúd con los colores y las siglas del radicalismo. Incentivado por los cantitos y por el griterío generalizado, Herminio hizo clic, activó el encendedor y la llama pasó a la posteridad.
Después, la investigación. Que el triunfo de Alfonsín haya obedecido a una suerte de serendipia viene despertando el interés de académicos y periodistas. También la metáfora del cajón incendiándose como símbolo de la hoguera que consumió al peronismo. Entonces fueron varios los trabajos emprendidos con el fin de separar la historia del mito y el chequeo de datos es coincidente: en el brevísimo lapso que medió entre el episodio (la noche del viernes 28) y la elección (el domingo 30) el show de Herminio pasó prácticamente inadvertido. La opinión pública no llegó a percatarse; no tuvo tiempo ni tampoco forma de hacerlo.
En detalle
La transmisión del acto por TV fue fragmentaria y todo sucedió a la máxima velocidad. Ni la prensa del sábado ni la domingo -veda de por medio- hicieron alusión al episodio. No se habló en la radio, no se reiteró por TV. Tampoco se podía. Conviene apuntar que no existían internet ni las redes sociales, el ecosistema de medios era pequeñísimo en comparación con la actualidad. En síntesis: en la Argentina no se habló de Herminio ni del cajón durante ese fin de semana.
La primera foto contundente y reveladora la publicó la revista Gente en su edición posterior a las elecciones, un número especial dedicado a la cobertura del triunfo alfonsinista. Ese fue el primer ladrillo en la pared. Con el correr de los días, en procura de una explicación para la debacle del PJ, derrotado nada menos que por 11 puntos, la quema del ataúd empezó a encajar. Era más sencillo culpar a la barbarie de Herminio que a la crisis que arrastraba el peronismo desde los 70 y que terminó de plasmarse en las urnas en 1983.
Para el análisis
Cuando se analiza el ciclo democrático que está cumpliendo 40 años los spots suelen apuntar, con razón, a la victoriosa marea alfonsinista. De la otra cara de esa moneda se habla mucho menos. Fueron casi seis millones de votos los que obtuvo la fórmula Luder-Bittel, muy por debajo de las expectativas, por más que se tratara del 40%. Para una maquinaria electoral hasta allí imbatible como era el peronismo resultó un mazazo.
Claramente, el PJ falló en su lectura del clima de época. Mientras el mensaje de Alfonsín hablaba de institucionalidad y de esperanza (la vida), el peronismo se aferraba a la tradición y al espíritu de revancha (la rabia). El radicalismo, embanderado en el movimiento Renovación y Cambio, miraba para adelante; el peronismo permanecía aferrado a las glorias pasadas. Y también, por supuesto, se registró un océano de distancia en el tono y la creatividad de las campañas. El PJ quedó atrapado en su liturgia; la UCR apeló a formas modernas -y acertadas- de comunicar.
A la vez, Alfonsín trepó al poder a caballo de una juventud entusiasta, abrazado a una camada de dirigentes que oxigenaban el partido. En las filas del peronismo se repetían las caras, los gestos y los discursos propios del fracasado Gobierno de Isabel Perón. No sólo por Luder; también por el decisivo peso que ejerció el aparato gremial (“la patria sindical”) en detrimento de una renovación desplazada. Y un dato más: se adivinaba detrás de Luder un pacto que les garantizaría inmunidad a los militares por los crímenes de la dictadura. Era demasiado.
Herminio Iglesias, por caso, había marchado el 17 de octubre de 1945 en apoyo a Perón. Eso lo convertía en un cuadro de paladar negro. Su historia es de película: vandorista en los 60, fuerza de choque “fierro en mano” en los 70 -hasta se tiroteó con los Montoneros-, intendente de Avellaneda (1973-1976), era un candidato lógico a gobernar la Provincia de Buenos Aires en 1983. Perdió la batalla con Alejandro Armendáriz, pero la historia del ataúd no enterró su carrera política, porque en 1985 lo eligieron diputado nacional y con el menemismo sería concejal. No obstante, hasta el último día se la pasó dando explicaciones. Jamás pudo despegar su figura de una frase (conmigo o sinmigo) pero, sobre todo, de ese instante en el que no pensó ni midió lo que estaba haciendo. Lo pagó carísimo. Murió en 2007.
La derrota de Luder fue un cimbronazo que dejó groggy al PJ, pero estuvo lejos de noquearlo. De hecho, en el 83 el peronismo conquistó 12 gobernaciones (Catamarca, Chaco, Formosa, Jujuy, La Rioja, La Pampa, Salta, San Luis, Santa Cruz, Santa Fe, Santiago y Tucumán), más una considerable fuerza legislativa que le permitió bloquear en el Congreso uno de los grandes proyectos reformistas que impulsaba Alfonsín: un reordenamiento que le habría restado poder a los caciques sindicales (la frustrada “Ley Mucci”). Pero eso vendría después de haber mordido el polvo en las urnas.